Fiesta de La trasfiguración del Señor el 6 de Agosto

Corresponde a:

Fiesta: 6 de Agosto
Grado de celebración: Fiesta

6 de agosto día de la Transfiguración del Señor

Oración de Himno de la Transfiguración del Señor

Jesús de dulce memoria,
que das la paz verdadera;
más dulce que toda miel
es tu divina presencia.

Nada se canta más suave,
ni grato se experimenta,
ni alegría mayor hay
que de Cristo un alma llena.

Jesús, tu dulzura excede
-fuente de paz verdadera-
todos los gozos humanos,
cuanto el hombre soñar pueda.

Si nuestras mentes visitas,
la luz de verdad destella,
el mundo aparece vano,
todo, tu amor lo supera.

Danos, benigno, perdón,
de la gracia gran cosecha;
haz que gocemos perennes
de tu esplendor la presencia.

Cantamos tus alabanzas, 
Jesús, sentado a la diestra
de tu Padre, cuyo Amor
tu ser divino revela. Amén.

Oración final de la Trasfiguración del Señor

Señor, Dios, que en la gloriosa transfiguración de Jesucristo confirmaste los misterios de la fe con el testimonio de Moisés y de Elías, y nos hiciste entrever en la gloria de tu Hijo la grandeza de nuestra definitiva adopción filial, haz que escuchemos siempre la voz de tu Hijo amado y lleguemos a ser un día sus coherederos en la gloria. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.

Sobre la Transfiguración de nuestro Señor

Los tres evangelios sinópticos cuentan la historia de la Transfiguración (Mateo 17: 1-8; Marcos 9: 2-9; Lucas 9: 28-36). Con notable acuerdo, los tres ubican el evento poco después de la confesión de fe de Pedro de que Jesús es el Mesías y la primera predicción de Jesús de su pasión y muerte. El afán de Peter por erigir tiendas de campaña o casetas en el lugar sugiere que ocurrió durante la Fiesta de las Cabañas Judías de una semana de duración en el otoño.

Según los estudiosos de las Escrituras, a pesar de la concordancia de los textos, es difícil reconstruir la experiencia de los discípulos, porque los Evangelios se basan en gran medida en las descripciones del Antiguo Testamento del encuentro del Sinaí con Dios y en las visiones proféticas del Hijo del Hombre. Ciertamente, Pedro, Santiago y Juan tuvieron un atisbo de la divinidad de Jesús lo suficientemente fuerte como para infundir miedo en sus corazones. Tal experiencia desafía la descripción, por lo que se basaron en un lenguaje religioso familiar para describirla. Y ciertamente Jesús les advirtió que su gloria y su sufrimiento iban a estar inextricablemente conectados, un tema que Juan destaca a lo largo de su Evangelio.

La tradición nombra al monte Tabor como el lugar de la revelación. Una iglesia que se levantó allí por primera vez en el siglo IV se dedicó el 6 de agosto. Se celebró una fiesta en honor a la Transfiguración en la Iglesia Oriental desde esa época. La observancia occidental comenzó en algunas localidades alrededor del siglo VIII.

El 22 de julio de 1456, los cruzados derrotaron a los turcos en Belgrado. La noticia de la victoria llegó a Roma el 6 de agosto y el Papa Calixto III colocó la fiesta en el calendario romano al año siguiente.

Extracto del libro «Vida y Misterio de Jesús de Nazaret» de Martín Descalzo:

Su rostro refulgía como la luz

Cuando llegaron a la cima y se acomodaron en un lugar pacífico,
el Maestro comenzó su oración. Ellos, pronto se durmieron. El
camino no era demasiado pendiente, pero se hacía cansado con el calor. Por otro lado, no eran grandes amigos de la contemplación.
Apenas Jesús comenzaba a orar, parece que los párpados de los suyos
se hicieran de plomo.
De pronto, algo les deslumbró, un resplandor ofuscarte.
Abrieron, asustados, sus ojos y vieron que esta extraña luz no venía de la
dirección del sol, sino del lugar donde su Maestro oraba.
Se levantaron desconcertados y se acercaron.
Sí, la luz venía de él: su cuerpo, su
rostro brillaban en la media-luz de la media-tarde.
Los tres evangelistas cuentan la escena con detalles muy significativos.
Mateo, al describir al Maestro como más hermoso que el sol y
revestido de luz, adopta un tono que era frecuente en las Escrituras.
El sol y, sobre todo, la luz, son siempre indicio y reflejo de la presencia
divina. Marcos no para mientes en la transfiguración del rostro;
Mateo, sí; Lucas también, aunque no compara a Jesús con el sol.
Marcos y Mateo coinciden en la palabra elegida para señalar la
transfiguración sufrida por Jesús: se «metamorfoseó». Es una de las
palabras que usa san Pablo para describir nuestra resurrección:
significa un cambio profundo, un estado superior al de la tierra, una
gloria celestial.
Pero lo más notable es que los tres evangelistas subrayan que esta
luz no está «sobre» él, sino que sale de él. Le pertenece —subraya
Bernard— como algo propio de su propia substancia: no se posa sobre
él como un rayo que viene de lo alto; sale de él, emana de él, radica en él.
Aparentemente le hace adoptar la forma de un hombre distinto. Y, sin
embargo, es él. Así investido se encuentra en su verdadero elemento. Es
su estado más normal.
Fue como si, por un momento, hubiera desatado al Dios que era y
al que tenía velado y contenido en su humanidad. Su alma de hombre,
unida a la divinidad, desborda en este momento e ilumina su cuerpo.
Si a un hombre es capaz de transformarlo una alegría ¿Qué no sería
aquella tremenda fuerza interior que Jesús contenía para no cegar a
cuantos le rodeaban?
Se ha dicho que un hombre a los cuarenta años es responsable de
su cara. La virtud o el vicio trasforman sus meandros y arrugas,
ablandan, iluminan o endurecen los ojos. La belleza o la fealdad física
terminan por ser espejos del alma que las habita.
Así, en este momento, Jesús levanta el velo que cubría su rostro y
toda su fuerza interior desborda en sus ojos, su rostro, sus vestidos.
Tanto, que los discípulos se sienten deslumhrados.
Muchos años más tarde, san Pedro —uno de los tres testigos—
recordará aún conmovido esta hora: Con nuestros ojos hemos visto su
majestad. Porque recibió de Dios Padre honra y gloria, cuando una voz
desde el esplendor de la gloria, habló diciendo: este es mi amado Hijo, en
quien tengo mi complacencia. Y esta voz la oímos nosotros enviada
desde el cielo, estando con él en el monte santo (2 Pe 1, 16-19).




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