Decidí darle mi vida al Señor

Víctor Ricardo Moreno Holguín
Cundinamarca, Colombia

experiencias sacerdotales

Era la noche del 8 al 9 de marzo de 1997. Aún resuena en mis oídos el crujir de piedras y vidrios mientras iba en el vehículo parroquial hacia la estación de Policía, derrumbada por las explosiones.

A las 4:00 a.m., la oscuridad del lugar sólo se iluminaba por el incendio de la alcadía.

Había tenido que observar, impotente, a 200 guerrilleros que llegaron para golpearnos nuevamente.

Fueron cinco horas de destrucción y muerte desde que se escuchó el primer disparo que asesinó a un joven policía, creyente y servidor de Gutiérrez, la población más pobre, pequeña y apartada de la Arquidiócesis de Bogotá.

Mi corazón se desgarró al escuchar una pareja de jóvenes guerrilleros, sollozando y clamando a Dios por sus vidas, mientras yacían destrozados por una bomba que explotó en sus manos, junto a la puerta de la casa cural.

Pude escuchar los ecos de su dolor y mi alma se sacudió por la insensatez de la violencia a la que estos hijos de Dios habían sido conducidos para morir absurdamente.

Los disparos de armas que aturdían las voluntades, las bombas y las granadas que tiraban por tierra el esfuerzo de las familias, los gritos de Guerra, los gemidos de muerte y dolor, fueron interrumpidos por mis llamados que clamaban cese al fuego, respeto por la vida y una oportunidad para los heridos. Yo no podía seguir protegiéndome de las balas mientras mis hermanos se desangraban.

Esa noche tomé la segunda decisión más importante de mi vida, consecuencia de la primera: saldré a proteger a la comunidad que Dios me confió, así deba morir en el intento. La puerta no se pudo abrir y salí por el garaje:

-Soy el párroco; en nombre de Dios !no disparen! Déjenme atender a los heridos. ¡Váyanse de nuestro pueblo! – clamé varias veces.

A la voz de mi llamada salieron poco a poco unos policías heridos y aturdidos, con sus cuerpos desgarrados, sus mentes confundidas y sus almas vencidas por el odio.

Allí vi físicamente el rostro del ser humano herido por el pecado, al cual prometí servir desde el día de mi ordenación, primera y fundamental decisión de mi vida.

Cuando bajé del vehículo fui blanco de los disparos de guerrilleros y policías.

Tuve que lanzarme al piso.

Entonces mis manos, heridas por los vidrios, me recordaron que la vida se da totalmente. Ver a un hombre que me apunta con su ametralladora y me dispara cuando busco rescatarlo, me recordó nuestra ingratitud ante la misericordia divina. Sin embargo se que era fruto de la confusión en su mente.

Aún vibra en mí la sensación de haber sido protegido de manera prodigiosa: ninguna de las balas me tocó. Más bien me levanté con la sensación de fortaleza, propia de quien sirve en nombre de Dios.

El vehículo parroquial se convirtió en ambulancia, el club de recreación juvenil -que ya había sido destruido una vez por la misma guerrilla- se transformó en hospital, y las manos de este sacerdote, que ofrece diariamente el incruento sacrificio de la Eucaristía, se hicieron manos de enfermero, para aliviar el cruento combate de los hombres, dada mi experiencia como socorrista de la Cruz Roja.

Asustados y adoloridos, los fieles salieron de sus refugios para unirse a su pastor en la tarea de atender a quienes yacían heridos, a recuperar los cadáveres de sus amigos y a preparar alimentos a quienes se quedaron sin techo.

Sanar las heridas del cuerpo y del alma, devolver la esperanza, trabajar por la reorganización comunitaria mediante la evangelización que trae la paz de Cristo, ofrecer nuevos horizontes a los jóvenes tentados por la violencia, fueron las intenciones y los propósitos que celebramos ese mismo domingo en la Eucaristía.

Cantamos el Amén, después de las palabras «Por Él, con Él y en Él…»; oramos el Padre Nuestro tomados de la mano y nos dimos el abrazo de la paz, comulgando el mismo Pan.

La Virgen del Carmen, Patrona de la Parroquia, nos protegió al evitar la muerte de más personas, incluyendo la mía, y al mantenernos unidos.

Contar a los medios de comunicación el dolor vivido por todos, buscar ayuda para reconstruir hogares y dar la absolución a algunos de los victimarios que se acercaron a la Reconciliación, son el epílogo de esta experiencia sacerdotal.


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